ESPECTACULOS EN
EL CIELO
OSCAR TAPIA
ALBERTO VIRTO
El sueño
dorado de un pirotécnico: un festival de luces inmenso a la misma altura a la que
vuelan los satélites. Primero un brillo fosforescente en el horizonte que capta
la atención y, tímidamente, se esconde para aparecer rodeado por un arco y,
luego, por otro y otro más… mientras unas ondas de luz se mueven a lo largo de
estos arcos. Es la señal de que este grandioso espectáculo va a comenzar. De
repente, cambia el escenario del cielo y se produce una tormenta de chispazos y
rayos de luz, que caen formando
cortinas que cubren el cielo; aparecen colores rojos y violetas que se
entrecruzan y se unen. Las cortinas desaparecen para dejar paso a una nueva
serie de rayos que descienden desde el cielo y se mueven en todas direcciones,
originando lo que se llama la corona de la aurora. Han pasado 20 minutos de
asombro y la función termina; pero hay todavía un brillo en el horizonte que
emana suficiente luz como para apreciar las formas.
Pero las auroras no solo son belleza, durante los días 12 y 13 de
marzo de 1989, una violenta tormenta eléctrica privó de electricidad a varios
millones de ciudadanos en la ciudad canadiense de Quebec. A la vez y en otras
zonas diferentes del país, sus habitantes contemplaron el maravilloso
espectáculo de las auroras boreales. ¿Dos hechos distantes y distintos? Pueden
ser sucesos distantes pero no distintos. Y algo tan espectacular de contemplar
tiene un origen muy físico; la interacción de Radiación Cósmica proveniente,
principalmente, de la actividad de nuestro Sol, como veremos más tarde.
Este
imponente espectáculo conocido como Aurora, "boreal" en las regiones
del hemisferio norte y "austral" en las del Sur, no siempre se ha
visto como algo de gran belleza, también ha inspirado terribles leyendas, ha
aterrorizado a los hombres, eran el presagio de maldiciones, guerras o
enfermedades, pero por encima de todo han fascinado a todos los que han tenido
la oportunidad de vivirlas.
Para algunas culturas las luces del Norte tenían una sencilla
explicación; el cielo era una enorme cúpula construida con un material duro y
resistente. Fuera estaba el infinito, el paraíso, el territorio de los muertos,
un lugar luminoso que apenas se podía vislumbrar algunas noches por los
pequeños agujeros que la cúpula celeste mostraba. Era por estos resquicios por
donde las almas de los muertos podían ascender hasta los territorios celestiales,
el camino era largo y difícil, cruzando un puente estrecho que se extendía
sobre un tenebroso abismo. Pero allá arriba, en el cielo, alguien velaba por
los ciegos espíritus que debían atravesar el abismo que separa la vida y la
muerte: las almas de los hombres que ya habitaban aquellos territorios de éter
encendían antorchas para guiar los pasos de los nuevos espíritus. Estos fuegos
eran las Luces del Norte.
En el
norte de Europa, durante la Edad Media, se pensaba que las auroras boreales
eran el reflejo de los guerreros celestiales. Cuando un bravo soldado moría en
el campo de batalla defendiendo su reino, se le concedía el honor de combatir
en el cielo durante toda la eternidad; las Luces del Norte eran el reflejo de
la respiración de estos valientes luchadores a Aristóteles, en su libro
Meteorología, había expuesto su versión de este fenómeno. Alejándose de las
explicaciones sobrenaturales, el sabio griego se limitó a decir que las Luces
del Norte se asemejaban a las llamas que se obtenían al quemar un gas
inflamable. En el libro nórdico Kongespeilet (El espejo del rey), fechado en el
año 1230 se reconocía la total ignorancia respecto al tema, pero intentaba
eludir las historias de muertos y maldiciones: "Con las Luces del Norte
ocurre como con tantas otras cosas de las que no sabemos nada en absoluto. Los
sabios lanzan ideas y hacen un simple trabajo de adivinación, creyendo lo que
es más común y probable".
El
misterio se mantuvo durante muchísimos años; tantos que hace apenas un siglo en
la Enciclopedia Británica todavía se podía leer que las auroras boreales y las
tormentas eran el resultado de mismo fenómeno que producía descargas
eléctricas, aunque de distinta naturaleza.
Hubo que esperar hasta los inicios de este siglo para buscar respuestas
más allá de las creencias populares. Algunos científicos, como el
estadounidense Elias Loomis y el astrónomo italiano Giovani Donati (ambos
relacionaron las auroras con la actividad solar) o los noruegos Lars Vegard y
Kristian Birkeland (el primero elaboró un mapa con la gama cromática del
fenómeno y el segundo pudo reproducirlo en un laboratorio), sentaron las bases
para un análisis sobre las Luces del Norte.
Pero el
primer hombre con la curiosidad y el valor suficientes para acercarse hasta el
mismo lugar donde se producían las auroras fue Carl Stormer en 1910. Los
estudios realizados durante su peligroso viaje por el científico noruego, con
las simples herramientas de dos cámaras frigoríficas y el empleo de aritmética
básica, sirvieron para obtener las primeras imágenes fotográficas de las
auroras y establecer la altura donde se producían.
Como una
última curiosidad, en 1926, The International Education Board, institución
fundada por el millonario estadounidense Rockefeller, donó 75.000 dólares para
la construcción de un observatorio en el norte de Noruega para estudiar las
auroras boreales, la electricidad atmosférica y el magnetismo terrestre.
¿Dónde se ven?
¿Se
pueden ver desde cualquier lugar del mundo?, obviamente no. Las Luces del Norte
se localizan en un radio de unos 2.500 kilómetros alrededor del Polo Norte
magnético; una zona que comprende el norte de Escandinava, Islandia,
Groenlandia, el norte de Canadá, Alaska y la costa norte de Siberia, así como
los condados de Troms y Finmark al norte de Noruega. Estas dos últimas regiones
son las más accesibles (por infraestructura y por sus condiciones climáticas
más benignas) para aquellos que quieran disfrutar de este fenómeno
meteorológico.
Esta
climatología tan adversa hace que habitualmente se asocien las auroras boreales
con el invierno: un dato que no es cierto en absoluto, ya que se producen
durante todo el año, aunque sólo resultan visibles cuando el cielo está oscuro
( en el norte de Noruega, por ejemplo, se pueden ver desde septiembre hasta
mediados de abril). Sin embargo, en algunos lugares como Spitzbergen, en el
invierno ya que no hay luz durante todo el día, es posible que se den unas
extrañas luces denominadas auroras diurnas.
Los
habitantes de la cuenca del Mediterráneo podemos disfrutar muy raramente de las
auroras boreales. Sólo unas pocas veces a lo largo de cada siglo son visibles
desde esta parte de Europa; tanto es así, que algunos historiadores afirman que
fueron las Luces del Norte las que engañaron al emperador Tiberio cuando, en el
siglo I, envió a sus hombres al puerto de Ostia, para que sofocaran un incendio
inexistente. La falta de familiaridad con unas luces tan brillantes fue la
causa de la alarma del emperador romano. Las reacciones hoy en día serían menos
alarmantes, pero más de uno sólo acertaría a quedarse boquiabierto mirando al
cielo si alguna vez tuviera la oportunidad de contemplar este fenómeno desde la
cuenca mediterránea. Desde Europa Central, las Luces del Norte son visibles
varias veces al año.
Las auroras boreales tienen sus hermanas gemelas en las auroras
australes. Como si se tratara de un espejo, ambos fenómenos son exactamente
iguales y ocurren de un modo simultáneo; la razón de que sean menos conocidas
se debe a la falta de territorios habitados (tan solo hay zonas pobladas en el
sur de Tasmania y Nueva Zelanda), cerca del círculo Polar Antártico, desde
donde se pueden apreciar.
¿Cómo se producen?
Podríamos decir, a grandes rasgos, que este fenómeno es causado por el
llamado viento solar, partículas expulsadas por el Sol tras sus erupciones y
constituido principalmente por electrones y protones, que impactan con el campo
magnético terrestre. Así todas estas partículas, si la erupción ha sido muy
violenta, entran por los polos magnéticos y al chocar con las moléculas de
nuestra atmósfera, éstas se excitan e ionizan provocando el goce del color
(auroras) en las capas altas de la atmósfera, más o menos, entre 100 y 350
kilómetros por encima del nivel del mar, pero también da lugar a tormentas
magnéticas que pueden perturbar las comunicaciones y el funcionamiento de
equipos electrónicos.
De esta
forma lo que podían haber sido las danzas fantasmagóricas de espíritus, y así
lo creían nuestros antepasados en muchas regiones del planeta, se convierte en
una interpretación de color e incluso de sonido, por nuestro Sol con el
acompañamiento del campo magnético de la Tierra. Claro que para llegar a esta
conclusión han tenido que pasar muchos siglos. Y es que relacionar el efecto
con la causa no es nada sencillo, ya vimos en la introducción histórica algunos
intentos de explicarlas de una manera racional, como fue la descripción que
hizo Aristóteles. Otros intentos destacables fueron, por ejemplo, el del médico de la reina Isabel I de
Inglaterra, William Gilbert, quien en 1600 publicó un pequeño tratado titulado
De magnete, en el cual sugería, sobre la base de observaciones realizadas con
la brújula, que la Tierra se comportaba como un imán. En 1838, el gran
matemático alemán Karl Friedrich Gauss demostró que este campo magnético debía
de originarse en el interior del planeta. Hoy se sabe que las corrientes
eléctricas que circulan en el núcleo generan el campo magnético, en un proceso
alimentado por la rotación del núcleo semilíquido de hierro y níquel. Así permite
suponerlo el buen alineamiento entre el eje de rotación terrestre y el eje de
simetría del campo magnético (con un desplazamiento de apenas 12º).
Pero entremos un poco más en profundidad en la explicación de su
origen. Las auroras suelen aparecer como un arco de débil luz blanco-verdosa,
pero realmente es una cortina extensa, trémula y ondulante de bandas
resplandecientes y rayos de diversos colores. La intensidad de su luz es
variable. En los momentos de máximo brillo, los colores pueden ser dramáticos,
pero hermosos. El borde inferior de la cortina de la aurora se localiza a una
altura de unos 100 km, y el borde superior puede extenderse hasta una altura de
1000 km, por encima de la superficie de la Tierra, dentro de dos zonas de forma
anular comprendidas entre 60 y 75 grados de latitud, centradas sobre uno de los
polos magnéticos de la Tierra. Estos cinturones de forma anular se denominan
óvalos de la aurora.
Hubo un tiempo en el que se creyó que la luz de la aurora era luz
solar reflejada por los cristales de hielo en el cielo. Sin embargo, en 1888,
Anders Jonas Angström demostró que la luz de la aurora difería de la luz solar,
ya que muchas de las longitudes de ondas presentes en la luz del Sol no existen
en la luz de las auroras.
Un
espectro análogo al de la aurora puede obtenerse aplicando un alto voltaje a
los electrodos insertados en un tubo de vacío de vidrio que contiene un gas
como el neón. Los electrones fluyen del electrodo negativo al positivo y al
chocar con los átomos de neón, les excitan y producen la emisión de luz. De
modo semejante, la aurora es el resultado de un proceso de descarga eléctrica y
su luz es emitida por átomos y moléculas en la atmósfera superior al ser
bombardeados por electrones de alta velocidad.
La capa exterior
de la atmósfera solar, la corona, está formada por gases (especialmente
hidrógeno) tan calientes que los átomos eléctricamente neutros se desdoblan en
iones positivos (sobre todo protones) y electrones. El viento solar que fluye
desde la corona es un plasma incandescente y tenue de estas partículas
cargadas. Moviéndose a una velocidad que varía entre 300 y 1000 km/s, se
propaga desde el Sol en todas direcciones hasta el límite del sistema solar.
Las líneas de campo magnético se comportan con el viento solar como si fueran
cuerdas elásticas. Al soplar el viento solar choca contra las líneas del campo
magnético y las pone "tensas". A su paso, confina el campo magnético
terrestre en una cavidad en forma de cometa que se denomina magnetosfera. El
límite exterior de esta cavidad es la magnetopausa.
A
distancias de unos 10 radios terrestres de la superficie de nuestro planeta, la
intensidad del campo magnético de la Tierra (30 x 10 -5 G) es igual a la
intensidad del campo magnético del Sol, tensado por el viento solar. Ambos
ampos magnéticos están interconectados con el límite de la magnetosfera en forma de cometa. Aquí, las partículas cargadas del
viento solar soplan a través del campo interconectado. Este movimiento es
equivalente al de un conductor eléctrico a través de un campo magnético.
Observando a la Tierra desde el Sol veríamos los protones del viento solar
desviados (por la fuerza ev X B) hacia la izquierda y los electrones desviados
hacia la derecha, creando los terminales positivo y negativo del generador de
la aurora. La magnetosfera está llena de un tenue plasma.
Esto
permite que la corriente fluya entre los terminales. La corriente va desde el
terminal positivo, circula en espiral por las líneas del campo magnético, entra
en la ionosfera (la capa de la atmósfera cargada eléctricamente) y la atraviesa por la región polar siguiendo las
líneas del campo magnético desde la ionosfera hasta el terminal negativo. Este
es el circuito primario de descarga eléctrica.
Pero, ¿cómo se explica la variación de color?. Existen dos factores
que explican este fenómeno. En primer lugar, el color producido por una
descarga eléctrica varía de un gas a otro y varía con la energía de los
electrones que producen la excitación.
En segundo lugar, la composición química de la atmósfera difiere con
la altura. Estos factores conjuntamente explican las variaciones de color de
las auroras. En la ionosfera, la atmósfera contiene principalmente oxígeno
atómico, producido por la acción energética de la radiación solar ultravioleta
que desdoblan las moléculas de O2. Cuando los átomos de oxígeno se excitan, se
emite una luz blanco-verdosa (el color más común de las auroras). Los
electrones más energéticos que penetran más profundamente en la atmósfera
chocan con las moléculas neutras de nitrógeno, produciendo auroras con bandas
rojo-violetas o rosáceas y bordes ondulados.
Las
moléculas ionizadas de nitrógeno producen una luz azul-violeta. La luz visible
es sólo una pequeña porción de las emisiones de las auroras; éstas emiten rayos
X, ultravioletas y radiación infrarroja.
En resumen, estos maravillosos fenómenos son el resultado de una
lluvia de electrones energéticos que, al caer en espiral en torno a las líneas
del campo magnético, acaban por chocar con los átomos y las moléculas de la
alta atmósfera. Las partículas del aire se vuelven entonces
"fluorescentes" y liberan el exceso de energía en forma de luz. Los
átomos de oxígeno excitados producen los colores verdes y rojizos, mientras que
las moléculas de nitrógeno que han perdido un electrón producen la
fluorescencia azul.
Como ya
se ha descrito, las láminas de electrones portadores de corriente excitan por
choque la fluorescencia de la ionosfera. De igual forma que cuando el punto de
impacto de un haz de electrones en un tubo de rayos catódicos cambia de
posición se produce el movimiento de la imagen sobre la pantalla, igualmente el
desplazamiento rápido de las láminas electrónicas de las auroras hacen
desplazar, por lo general de manera violenta, las cortinas típicas de estos
fenómenos atmosféricos. En ambos casos, tubos de rayos catódicos y auroras,es
decir, los cambios en un campo magnético y/o en un campo eléctrico modulan el
comportamiento del haz de electrones. Así, son los cambios del campo magnético,
más que los movimientos atmosféricos, los que causan el movimiento en la
cortina de las auroras.
Mientras
las grandes centrales generadoras de potencia producen alrededor de 1000 MW.
Las auroras generan aproximadamente de
1 a 10 millones de MW (es decir, de 1 a 10 TW), equivalentes a 1000-10.000
grandes centrales de potencia. Esta potencia fluctúa, a veces
considerablemente, debido a que la intensidad del viento solar y su campo
magnético varían de acuerdo con el nivel de la actividad del Sol. Una llamarada
solar asociada con una erupción en la corona del Sol es causa de una
"ráfaga" del viento solar que irradia rápidamente a través del
espacio interplanetario y alcanza la Tierra unas 40 horas después. Cuando este
viento solar "a ráfagas" interacciona con la magnetosfera, la
potencia generada puede reforzarse un millar de veces. En estos casos, los
cinturones anulares de la aurora se expansionan desde las regiones polares
hacia el ecuador, lo cual hace posible su visión al sur de la frontera entre
los Estados Unidos y Canadá. Las auroras son mucho más brillantes después de
una llamarada solar y la parte superior de la cortina se extiende a mayores
altitudes, permitiendo así que la porción superior de las auroras boreales
lleguen a verse en Méjico y en la Europa central.
Las
corrientes reforzadas de descarga eléctrica producen campos magnéticos
intensamente fluctuantes. Cuando se
registran estos campos decimos que se está desarrollado una tormenta
magnética. Las corrientes eléctricas calientan la atmósfera superior originando
un movimiento ascendente de la atmósfera inferior, más densa, incrementando con
ello la densidad a mayores alturas. Este proceso aumenta la fricción de los
satélites en órbita con la atmósfera, con lo cual se reduce su altura orbital.
En efecto, se han registrado varios casos de satélites que rebajaron su órbita
después de producirse tormentas magnéticas importantes.
Por otro
lado, el estudio de la magnetización residual de las antiguas formaciones
rocosas y de los lechos oceánicos ha permitido establecer que el campo
magnético no sólo ha variado en intensidad en el transcurso de las eras
geológicas, sino que en repetidas ocasiones ha invertido su orientación,
cambiando repentinamente el polo sur por el polo norte y viceversa. Estas
inversiones, que se han verificado a intervalos comprendidos entre 50.000 y 20
millones de años, son atribuibles a variaciones en el flujo de las corrientes
eléctricas profundas producidas por complejos fenómenos geofísicos. Actualmente
el campo se está debilitando y, si esta tendencia continuara, se reduciría a
cero en un plazo de entre 4.000 y 5.000 años, pero tras este periodo invertiría
una vez más su dirección.
Además
de las variaciones a largo plazo, el campo magnético terrestre también presenta
variaciones que duran unas pocas horas o incluso durante varios días; en estos
casos se habla de tormentas geomagnéticas. Ya en 1759 el físico inglés John
Canton observó que estas tormentas geomagnéticas van casi invariablemente
acompañadas por un aumento de intensidad de las auroras boreales, término
acuñado en 1621 por el filósofo francés Pierre Gassendi para describir las
singulares cortinas de luz coloreada que, a altitudes de entre 100 y 400 km,
iluminan los cielos nocturnos de las regiones árticas. En 1741, el astrónomo sueco
Anders Celsius advirtió que las estrías luminosas de las auroras parecían
coincidir con las líneas del campo magnético terrestre.
Actualmente
poseemos un conocimiento parcial de las auroras, del origen de los cinturones
de las auroras en forma de anillo alrededor de los polos geomagnéticos; de los
procesos que originan las gigantescas descargas eléctricas, creadoras de las
auroras; de las causas de las fluctuaciones de energía; y de las relaciones
entre la actividad solar y las auroras, que se manifiestan por diversos
procesos solares transitorios incluyendo las llamaradas solares. Cuando el
siglo XX está a punto de concluir, subsiste el desafío de avanzar en la
comprensión del proceso de descarga eléctrica, causante de este hermoso
fenómeno, y al mismo tiempo poderoso generador de la naturaleza.
Las observaciones de numerosos satélites han revelado que el campo
magnético terrestre forma alrededor del planeta un gigantesco envoltorio protector
denominado magnetosfera, en forma de lágrima alargada en dirección opuesta al
Sol. En condiciones normales, el campo es suficientemente intenso para bloquear
el viento solar a cerca de 10 radios terrestres de distancia. El deslizamiento
de las partículas y de los campos magnéticos de origen solar en torno a la
magnetosfera genera una larguísima cola magnética, que se extiende por más de
200 radios terrestres.
Las variaciones de la actividad solar y, en consecuencia, de la
corriente de partículas aceleradas en el espacio interplanetario, pueden
distorsionar y estirar la cola magnética de la Tierra, produciendo como
resultado un colapso de las líneas del campo magnético en los extremos de los
cinturones de Van Allen.
Es en estas ocasiones cuando se manifiestan las tormentas
geomagnéticas, mientras grandes cantidades de partículas cargadas se precipitan
al mismo tiempo a lo largo de dos óvalos de varios cientos de kilómetros de
espesor y varios miles de kilómetros de diámetro, con centro en los dos polos
magnéticos norte y sur.
La
intensidad del campo magnético terrestre es varios cientos de veces inferior a
la del imán en forma de herradura con el que juegan los niños, pero extiende su
influencia a gran distancia en el espacio e interactúa con la corriente de
partículas con carga eléctrica procedentes del Sol. Muchos de los primeros
satélites artificiales tenían precisamente como misión medir los campos y
partículas en el exterior de la atmósfera.
Cuando el 31 de enero de 1958 Estados Unidos lanzó su primer pequeño
satélite artificial, el Explorer 1, los contadores de partículas montados a
bordo por James A. Van Allen no revelaron nada extraño a baja altitud, pero a
cotas superiores el recuento comenzó a disminuir hasta reducirse prácticamente
a cero a 2.500 km de distancia. El enigmático resultado fue confirmado por el
Explorer 3, lanzado el 26 de marzo de 1958, y por el satélite soviético Sputnik
3, puesto en órbita el 15 de mayo del mismo año. Van Allen interpretó las
mediciones no como la prueba de la ausencia de partículas, sino como una
saturación de los contadores a causa de una corriente de partículas mucho más
elevada que la prevista. Por esta razón, en el siguiente satélite, el Explorer
4, se montaron contadores capaces de soportar sobre-cargas notables, y las
medidas obtenidas a partir del 26 de julio de 1958 le dieron la razón.
Posteriormente,
el lanzamiento de otros satélites convenientemente equipados permitió descubrir
la existencia, en torno a la Tierra, de dos zonas en forma de rosquilla
rebosantes de partículas con carga eléctrica atrapadas por el campo magnético,
con máximos de concentración a 3.000 y 15.000 km de altitud.